Elephant


Título original: Elephant / Año: 2003 / País: Estados Unidos / Duración: 81 min / Director: Gus Van Sant / Guión: Gus Van Sant / Fotografía: Harris Savides / Música: Ludwig van Beethoven / Reparto: Alex Frost, Eric Deulen, John Robinson, John McFarland, Elias McConnell, Jordan Taylor, Carrie Finklea, Nicole George… / Sinopsis: Un día en la vida de un grupo de estudiantes adolescentes de la Escuela Secundaria. La película sigue a todos los personajes y muestra sus rutinas diarias. Sin embargo, dos de los estudiantes planean hacer algo que no se olvidará.

Después de ver Elephant (2003) de Gus Van Sant y antes de empezar a escribir sobre ella he rebuscado en algunos de mis blogs de referencia (creía que Babel le había dedicado una entrada, y Lapor la menciona al hilo del tema más general de la violencia extrema y su relación con el arte narrativo) porque sentía la necesidad de encontrar –en quienes pienso tengo tomada la medida– una baliza, un punto de apoyo para comenzar. Una Palma de Oro en Cannes y tanta cita al vuelo debían significar algo.

Para empezar, Elephant es una película hipnótica, condenadamente hipnótica. De entrada, los dos tercios iniciales del filme componen un larguísimo prolegómeno –hecho a base de planos-secuencia– de algo que en realidad la película no explica, sino que sólo existe en nuestra cabeza. La mayoría del tiempo la cámara se limita a seguir a unos cuantos alumnos en sus desplazamientos por el instituto: al principio despista porque no sabemos quiénes son ni qué hacen ni qué pretenden; tras unos minutos interminables tanto deambular amenaza con aburrir, pero al final despierta el interés cuando el espectador se da cuenta de que muchos de esos paseos empiezan, se entrecruzan o terminan con un suceso contemplado en una secuencia previa. Elephant se toma su tiempo para empezar a introducir significado en las imágenes, y el efecto inmediato de esta estrategia narrativa es una mezcla de fascinación y despiste que puede tomarse tanto como una genialidad como un derroche sin sentido de principiante. En segundo lugar, eso que únicamente está en nuestra cabeza: igual que Mercurio es un planeta difícil de ver en el firmamento porque está demasiado cerca de una fuente de luz cegadora, es imposible ver Elephant como lo que oficialmente pretende ser: una ficción cinematográfica cuyo parecido con la realidad es «puramente casual» (lo dice en los créditos, que para eso me quedé hasta el final). Y es que sin los sucesos de Columbine del 20 de abril de 1999 esta película no existiría. Van Sant lo sabe, el equipo técnico y el artístico lo saben, la crítica y el público lo saben, todos lo saben… pero no se dice por alguna extraña y/o rebuscada razón; igual que el elefante al que hace mención el título (la expresión inglesa elephant in the room se usa para designar problemas enormes que todos ignoran a propósito).

Elephant muestra en concatenación esos universos adolescentes en los que los mayores simplemente no existen (en la película, los únicos adultos que aparecen son los trabajadores del instituto y el padre de uno de los alumnos. Están ahí como si formaran parte del edificio, pero no aportan nada ni interesan a los estudiantes) y los jóvenes se pasan el rato deambulando por los pasillos del instituto. Se desplazan de un lado a otro, se encuentran con colegas y semidesconocidos, charlan de todo y de nada, siguen su camino… Semejante caracterización me parece una aproximación muy exacta de lo que pueda llegar a ser el universo para un adolescente (tienes razón Lapor, esos planos son casi una encarnación de la adolescencia): a determinadas edades o en determinadas circunstancias, llega un momento en que no hace falta ser un descerebrado ni un desequilibrado para tener una sesgadísima percepción de la realidad, habitar en un mundo mental tan cerrado donde sólo caben nuestros propios deseos y odios inexplicables. Esa mirada que no puede/quiere/sabe ver más allá es la que retrata la cámara durante los largos planos sostenidos de la primera parte: un universo que se limita a lo que abarca el instituto, espacios que únicamente tienen sentido para quienes los habitan cada día. De ahí a creer que más allá de esos muros no existe nada hay un paso.

La película no trata en ningún momento de justificar o explicar las acciones o los comportamientos que retrata, se limita a mostrar y a dejar que la fascinación de las imágenes supla la ausencia de informaciones (esto está milimétricamente diseñado y yo lo atribuyo enteramente al saber hacer de Van Sant), permitiendo que, poco a poco, de las recurrencias y las coincidencias surja un relato. El significado hace su aparición casi al final, cuando los acontecimientos alcanzan aquello que todos sabemos que sucederá. Sólo entonces la cámara y la narración abandonan el instituto para mostrar a los dos protagonistas en casa la víspera del día elegido: les vemos jugando con videojuegos (violentos, por supuesto), viendo un documental sobre Hitler, interpretando sentidamente a Beethoven al piano, duchándose juntos por la mañana… Todo junto componiendo la exposición indirecta de motivos más simplificadora, burda y penosa de todo el filme, como si esta sarta de tópicos bastara para explicar todo lo que vendrá a continuación. Después de este único desliz, Van Sant retoma la narración con maestría: el azar, la provocación, el destino fatal, dan sentido a los paseos y conversaciones ya vistos de cada uno de los personajes. Reacciones valientes, temerarias, patéticas, estúpidas, desesperadas…, todo adquiere sentido –trascendente o banal, tanto da; pero eso es bueno– una vez sabemos lo que les acaba sucediendo en aquella mañana fatídica. Al final las imágenes acaban componiendo un relato diseñado cuidadosamente, no con la claridad meridiana de la narración clásica, pero sí con la ventaja de un estilo más experimental capaz de enganchar al cuerpo y luego arrastrar a la mente. Yo pensaba que esta parte final quedaba explícitamente fuera de la película, lo que la haría más inquietante, y por eso tenía en mente otro título para esta entrada: «el día antes de la violencia».

Elephant me parece una película valiente porque se atreve a experimentar narrativamente con un suceso real que la sociedad estadounidense prácticamente acababa de digerir, igual de valiente que Diane Keaton, que aportó su dinero a un proyecto tan polémico sobre el papel, e igual de valiente que HBO, por demostrar una vez más que apuesta por formatos y temas no siempre cómodos para el espectador.

 

NOTA:

Enredados


Título original: Tangled / Año: 2010 / País: Estados Unidos / Duración: 100 min / Directores: Nathan Greno, Byron Howard / Guión: Dan Fogelman / Música: Alan Menken / Sinopsis: Tras recibir los poderes curativos de una flor mágica, el bebé Rapunzel es secuestrado en el palacio en medio de la noche por la bruja Gothel, quien conoce los poderes mágicos de las flores para mantenerse joven, y por eso mantiene oculta a Rapunzel en una torre. Un día aparece el bandido Flynn Ryder y Rapunzel llega a un acuerdo con él para que la lleve al lugar donde las luces flotantes que ella ve cada año en su cumpleaños. Rapunzel está a punto de emprender el viaje más emocionante y magnífico de su vida.

El trabajo que ha realizado hasta ahora John Lasseter para Disney es sencillamente admirable: tras iniciarse en la animación en la propia Disney, abandonó su trabajo para ir a trabajar en la Industrial Light & Magic, de la que acabaría escindiéndose Pixar. Su trabajo en estos estudios supusieron rápidamente una amenaza para la taquilla y la audiencia infantil que Disney parecía tener asegurada de por vida, así que en pocos años pasó a socio estratégico para, finalmente, regresar a sus orígenes y asumir el relevo/reto de un proyecto con evidentes síntomas de agotamiento. Una de las primeras decisiones de Lasseter como responsable de los estudios Disney fue reabrir la división de animación manual (que los gestores anteriores habían cerrado simplemente porque no ofrecía rentabilidad directa en taquilla) y producir Tiana y el sapo (2009), un nuevo clásico sobre princesas mucho más atractivo y cercano al siglo XXI. No dejen de leer, que todavía hay más: Lasseter está embarcado ahora mismo en la integración del universo Pixar con los personajes de la animación clásica de Disney, sintonizándolos con una generación de niños y niñas que no se conforman con adaptaciones de cuentos clásicos y exigen mucho más del cine que les llevan a ver.

Pues por lo visto no bastaba con semajante lavado de cara: ahora el proyecto pasa por reconducir los clásicos que auparon a la marca Disney a los más alto del género infantil. Enredados (2010) (adaptación del cuento Rapunzel de los hermanos Grimm) enlaza directamente con la tradición de versiones cinematográficas de argumentos literarios, pero esta vez convenientemente pasados por el colador chino de una mejora exponencial del ritmo narrativo y la actualización de personajes (a la cual no es ajena la aportación desmitificadora y humorística que supuso en su momento la saga Shrek).

Enredados no llega al nivel de sofisticación narrativa de Pixar precisamente porque su base argumental es literaria, pero eso no impide que el guionista Dan Fogelman le haya sabido dar la vuelta a la historia, a los protagonistas y a sus diferentes motivaciones, echando mano de algunos viejos conocidos (el caballo Maximus está claramente inspirado en Buck, el divertido jamelgo karateka de Zafarrancho en el rancho (2004), el último estreno en animación no digital de la Disney prelasseter) y reciclando a otros (especialmente al «príncipe»). No falta la consabida enseñanza sobre la vida y el amor, pero tampoco faltan las (hoy) necesarias dosis de tensión, humor, números musicales (esta vez a cargo de Alan Menken) y un final realmente a la altura de lo visto.

Me alegra y me tranquiliza que el proyecto original de Disney siga vivo y haya encontrado en Lasseter un dignísimo sucesor; un cineasta capaz de asumir unas bases literarias (que considero deben seguir estando ahí) y saber combinarlas con lo mejor de la animación «pixarizada». Espero que nuevos títulos confirmen el amplio territorio que se abre para estos Nuevos Clásicos Disney.

NOTA:

2001: una odisea del espacio


Título original: 2001: A space odyssey / Año: 1968 / País: Estados Unidos / Duración: 141 min / Director: Stanley Kubrick / Guión: Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke / Fotografía: Geoffrey Unsworth / Música: Aram Khachaturyan, György Ligeti, Richard Strauss, Johann Strauss / Reparto: Keir Dullea, Gary Lockwood, William Sylvester, Daniel Richter, Leonard Rossiter, Margaret Tyzack… / Sinopsis: Cuando un monolito negro de gran tamaño es descubierto bajo la superficie de la luna, la conclusión inmediata de los científicos es que fue enterrado intencionadamente. Y cuando el punto de destino de la radiación que emite se confirma como Júpiter, una misión de investigación es enviada allá con la esperanza de encontrar vida inteligente. En pleno viaje, el Dr. David Bowman descubre bastante más de lo que siempre quiso saber.

No es nada nuevo que en apenas 36 segundos se pueda componer un mensaje divertido, refrescante y que además sirva eficazmente para promocionar y dar a conocer algo; todo eso lleva décadas haciéndolo la publicidad. Lo realmente sorprendente es que en ese mismo tiempo –y cumpliendo todos los requisitos mencionados– se pueda condensar no sólo una definición exacta de lo que ha significado un filme muy especial para la historia del cine, sino además sintetizar con precisión todo el espectro de sensaciones que han experimentado expertos y aficionados al enfrentarse –por primera o décima vez– a 2001: una odisea del espacio (1968). ¿Se nota mucho que estoy fascinado por la cuña publicitaria (creo que es de Leo-Burnett) que anunciaba la celebración del 40 aniversario de su estreno dentro de los actos del Festival de Sitges 2008? Un prodigio de síntesis, profundidad y humor que consigue todos sus objetivos. Brillante, brillantísima.

Cuando recuperes la vista tras semejante fogonazo de ingenio intentaré explicar por qué –curiosamente– al poner por las nubes este filme uno se sitúa inmediatamente en el bando de los espesos, los raros o, más específicamente, los pedantes. Aun así, estoy persuadido de que es posible encontrar un punto de vista intermedio que haga compatible una lectura superficial de 2001: una odisea del espacio que no impida a otros disfrutar admirando y desmenuzando sus aciertos fotográficos, de montaje, de narración, incluso sus posibles implicaciones filosóficas.

El esquema argumental que propone el tándem Clarke/Kubrick roza la perfección, desarrollando con maestría la idea brillantísima que lo pone en marcha. De hecho, de los cuatro bloques en que se divide el filme, los dos primeros y el cuarto bastarían para dar sostener la historia en todos sus aspectos lógicos y causales; pero se cruza entonces la tercera, que plantea algo que no tiene nada que ver con la idea inicial y que por sí solo daría para un género, pero que añade un matiz de imprevisión y potencia aún más las implicaciones científicas del guión. Es más, la primera parte, en una historia de la ciencia, equivale a un auténtico Libro del Génesis, cuya clave no se ofrece de forma explícita hasta el final de la tercera parte. Hasta ese momento, a pesar de las sutiles pistas visuales que nos ofrece Kubrick, sólo podemos intuir las consecuencias que tendría un descubrimiento como el de la Luna. Sólo Blade runner (1982) puede comparársele en vigencia.

Hay cosas que indudablemente han envejecido en 2001: una odisea del espacio: el prólogo con actores escasamente creíbles como simios (aunque sólo sea porque luego vimos Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos (1984) de Hugh Hudson y allí no se distinguían los monos de los actores); o el soso encuentro entre soviéticos y estadounidenses en la base lunar, o el retrato de la tecnificada vida cotidiana demasiado lastrado por el contexto pop en el que se hizo la película. Aun así, hay momentos cuya vigencia perdura sin una grieta: en general, el tercer bloque de la película –la aventura más allá de Júpiter– es el más logrado. La escena que mejor aguanta el tirón, y la más visionaria sin lugar a dudas, es la angustiosa desconexión de HAL, rodada cámara en mano con una parsimonia exasperante, desde unos ángulos increíbles, con la respiración entrecortada de Bowman, las súplicas cada vez más infantiloides de HAL y, especialmente, la operación de extracción de cada uno de los bancos de datos. Bowman desatornilla con precisión unos cristales transparentes que representan tarjetas o chips de memoria ultra-avanzada, los cuales asoman en la pared con total lentitud dentro de la cámara acorazada del ordenador (más bien un sarcófago). Mientras Bowman parece conocer perfectamente qué módulos debe desactivar, saltando de un lado a otro, HAL va perdiendo impostación hasta convertirse en un molesto sonido grave y ramplón. Para mí, de largo, la mejor escena de la película.

Luego están los aciertos puramente cinematográficos, impecablemente resueltos por Kubrick: el viaje a la luna del Dr. Floyd en un transbordador comercial, cuando Bowman hace footing por la nave; o los meramente ornamentales: la llegada a la estación espacial al ritmo de El Danubio azul, los fascinantes planos iniciales del desierto africano y, por supuesto, el famosísimo raccord del hueso-nave que abarca la mayor elipsis narrativa de la historia del cine. La selección de bandas sonoras, por otra parte, es otro de los grandísimos aciertos: excepto las piezas de los Strauss, reunía lo más nuevo de la música contemporánea del momento: las obras de Ligeti eran de 1961, 1965 y 1966, y la suite de Khachaturian de 1943. Datos que demuestran no sólo los amplios conocimientos de Kubrick en lo que a música contemporánea se refiere, sino su capacidad para asociar esas cadencias sonoras innovadoras en un contexto que –inicialmente– nadie hubiera dicho que encajaran tan bien. El adagio que acompaña el viaje en lanzadera hasta el yacimiento del segundo monolito convierte la escena en espectacular por púmblea y machacona, pero (no sé por qué) resulta idóneo para llenar un momento anodino como ese.

Como dice Larry en el spot, el principal problema de la película es su ritmo narrativo desesperadamente lento, la insistente prolongación de escenas en las que ya está dicho todo, aunque el tiempo ha demostrado que ese era –a pesar de todo– el estilo más adecuado para un argumento que bascula constantemente entre lo bello, lo trascendente, lo pedante y lo fascinante. Kubrick aceptó a regañadientes que un rótulo explicativo se insertara al comienzo de cada uno de los bloques de la película, porque, fiel a su espíritu perfeccionista, se negaba a dar pistas más allá de las imágenes; mientras que los productores le convencieron de que arrojaría algo de luz sobre una historia ciertamente enrocada en sí misma. El debate sobre la existencia o no de vida extraterrestre, el más candente quizá en el momento de su estreno, hizo que sobre su escena final y su significado se vertieran ríos de tinta: el tránsito por el espacio y el tiempo (presentado como una psicodelia pop inacabable) hasta desembarcar en la extraña habitación hizo que la gente alucinara o se partiese de risa (sin contar con quienes la rechazaron sin más por absurda). Con el paso del tiempo, sin embargo, la figura de HAL y los enigmas y retos que se plantean sobre la inteligencia artificial han acabado por monopolizar los análisis y las polémicas más recientes sobre la película. Ya no es tan importante saber si hay vida más allá de las estrellas como determinar si somos capaces de crear máquinas tan inteligentes que puedan quebrantar la primera de las tres Leyes de la Robótica enunciadas por Asimov en 1942.

En plena guerra fría era inevitable que Solaris (1972), basada en la novela de Stanislaw Lem, fuera recibida como la «respuesta soviética» a la película de Kubrick; como si eso en sí mismo significara algo. Lo único que comparten ambos títulos es su trasfondo nihilista, y eso porque la dirigió Andrei Tarkovsky. En cualquier caso, desde 2001: una odisea del espacio la ciencia-ficción con mensaje (y no de simples aventuras) se hizo un pequeño hueco en el género, aunque a veces sólo fuera para ironizar –a veces sin demasiada fortuna– sobre la tecnología, el sexo o la inteligencia emocional: desde la coetánea El planeta de los simios (1968), pasando por La fuga de Logan (1976), Alien (1979), Saturno 3 (1980), Blade runner (1982), Androide (1982)… hasta la fallida Matrix (1999), cuya única aportación ha quedado en esos planos de 360º para potenciar la espectacularidad de la acción. Títulos que, en definitiva, demuestran que 2001: una odisea del espacio sigue siendo una rareza única en su género, un filme al que –nos guste o no– será necesario regresar una y otra vez para comprender el cine que le sucedió.

Kant, en un extraño arrebato de lirismo racional, estableció aquello de que «dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí». En otras palabras: el cielo estrellado es lo más cercano a la belleza absoluta a la que podemos aspirar desde nuestra temporalidad infinitesimal de seres humanos; una conclusión a la que por lo visto llegó tras haber diseccionado metódicamente todos los ámbitos imaginables de la actividad humana. Está claro que 2001: una odisea del espacio no puede compararse ni de lejos con semejante espectáculo natural, pero como obra hecha por el hombre bien podríamos considerarla la capilla Sixtina del arte cinematográfico, que tampoco está nada mal. Igual de irrepetible, igual de inefable.

NOTA:

Valor de ley (True grit)


Título original: True grit / Año: 2010 / País: Estados Unidos / Duración: 110 min / Director: Joel Coen, Ethan Coen / Guión: Joel Coen, Ethan Coen, basado en la novela de Charles Portis / Fotografía: Roger Deakins / Música: Carter Burwell / Reparto: Jeff Bridges, Matt Damon, Hailee Steinfeld, Josh Brolin, Barry Pepper… / Sinopsis: Tras el asesinato de su padre, Mattie Ross, una niña de 14 años, se dispone a capturar al asesino. Para ello contrata a Rooster Cogburn, un cazarrecompensas borracho venido a menos al que insiste en acompañar. A ambos se les une un ingenuo y excesivamente correcto Texas Ranger. Un trío poco probable en una persecución llena de peligros y sorpresas.

Sólo leí dos libros durante el servicio militar: las memorias de Pablo Neruda y Valor de ley de Charles Portis, porque tenía un gran recuerdo de la versión cinematográfica de 1969, dirigida por Henry Hathaway y protagonizada por John Wayne (el único Oscar de su carrera). Poco más había para escoger en la biblioteca del destacamento. Ahora que he visto la versión de los Coen coincido con ellos en que no es solo una novela del Oeste, sino un clásico de la literatura al estilo de La flecha negra (mi libro de aventuras favorito de todos los tiempos) que casualmente está ambientado en el oeste americano. Un argumento más cerca de determinadas constantes del relato universal que del típico conflicto entre cuatreros.

Para empezar, los Coen poseen un amplio historial de fascinación por las historias fronterizas que comenzó con Fargo (1996), explotó con No es país para viejos (2007) y que ahora –con Valor de ley (2010)– aterriza de pleno en el género que latía tras las otras dos. En segundo lugar, la escrupulosa adaptación de la novela de Portis potencia precisamente el aspecto que el western suele ocultar por innecesario y/o inconveniente: el contexto histórico y la zafiedad humana. En el cine del Oeste los duelos, las persecuciones, los tiroteos y las peleas eran lo principal; la ambientación era un mero requisito de situación. En cambio, Valor de ley retrata fielmente un país todavía en manos de ladrones, aprovechados y matones en el que la justicia se abre paso gracias a tipos que la defienden por dinero, como Rooster Cogburn (un Jeff Bridges que sigue interpretando a la perfección al perdedor de Corazón rebelde). Un cazarrecompensas que de pronto se ve acompañado de los dos grandes aciertos de la historia: un ranger de Texas demasiado estirado y pardillo (Matt Damon) y una niña de catorce años cabezota y obsesionada con vengar a su padre (Hailee Steinfeld). Estos dos vértices del triángulo aportan humor y un punto de vista más allá de la bravuconería testosterónica propia del género, y convierten la novela y la película en una aventura verosímil, no en una simple misión de audaces crepusculares.

Como buen clásico, la versión de Hathaway explotaba audazmente el lado cómico del ranger a la vez que ocultaba las miserias más evidentes de un tipo como Cogburn. Los Coen han preferido extirpar la capa brillante que hay en la superficie de todo género y mostrar a los personajes como podrían ser: egoístas, ignorantes, mojigatos, ingenuos y crueles, pero también íntegros y humanos a veces; sin dejar que uno u otro rasgo se identifiquen con un único personaje. Pero el mayor acierto a mi entender es la forma elegida para narrarla: eliminando toda épica cinematográfica, porque la historia funciona perfectamente sin ella. Basta con encadenar sin rodeos ni florituras cada secuencia para que la tensión y la intriga enganchen al espectador. Y otro detalle que al principio no supe identificar: prescindir al final de cada escena de cualquier toque o detalle que huela a sentimentalismo, a balance vital, revelación o concesión al drama barato; el recurso más habitual cuando un filme pretende añadir épica a la narración. Esta renuncia incluye omitir un determinado tratamiento de la violencia y la crudeza, un elemento que sí suele formar parte del estilo Coen; lo cual da la medida de hasta qué punto se han sabido adaptar a las necesidades de un argumento que es algo más que un western.

Creo que Valor de ley está entre las favoritas de los Oscar porque se la considera un buen western, no por el esfuerzo que ha supuesto para los Coen enfrentarse a un gran original literario con una versión cinematográfica previa de buen nivel. Da igual: desde ambos prejuicios se puede disfrutar sin problemas.

NOTA:

Sentido y sensibilidad


Título original: Sense and Sensibility / Año: 1995 / País: Estados Unidos / Duración: 136 min / Director: Ang Lee / Guión: Emma Thompson, basado en la novela de Jane Austen / Fotografía: Michael Coulter / Música: Patrick Doyle / Reparto: Emma Thompson, Hugh Grant, Kate Winslet, Alan Rickman, Tom Wilkinson… / Sinopsis: El acaudalado señor Dashwood muere, dejando a su segunda esposa y sus hijas en la miseria, debido a las reglas de la herencia. Las dos hijas conocerán a sendos hombres opuestos en carácter, y cada una de ellas reaccionará ante las dificultades de forma igualmente opuesta.

Cuando una adolescente Jane Austen escribió Sentido y sensibilidad (1811) era consciente de que el propósito de su texto –en general el de toda su producción literaria– era orientar a las mujeres de su tiempo sobre la forma más conveniente de obtener un buen marido. Sin embargo, su auténtico mérito consistió en aunar las rigideces de la conveniencia social (algo habitual en una época en la que la mayoría de los matrimonios eran concertados) con la aspiración íntima de elegir al hombre deseado, dando la (falsa) impresión de que la elección se llevaba a cabo con total libertad y sin condicionamientos de ningún tipo. En corto y claro: incorporar el deseo íntimo de la mujer al deber familiar, incuestionable e insoslayable por definición.

Por eso Jane Austen no es una rebelde: en ningún momento sugiere que los intereses familiares y las conveniencias económicas estén por debajo de los afectos personales; las heroínas de sus libros siempre se las apañan para encontrar momentos definitorios a través de los cuales demostrar su valía, carácter, sensibilidad y coherencia, incluso en las circunstancias más adversas. La pedagogía y el deseo de hacer mujeres mejor adaptadas a las rigideces de su tiempo es la auténtica obsesión de esta mujer, conocedora de primera mano la vida que les estaba destinada como ciudadanas de segunda que eran. Sus libros son testimonios de incalculable valor acerca de la vida cotidiana de las mujeres en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX: sin derechos, sin apenas instrucción fuera de las labores del hogar y un barniz artístico que las hiciera casaderas (saber leer, cantar, bordar, tocar algún instrumento), unas pautas de comportamiento dentro y fuera de casa (recato, prudencia, sumisión, el ritual de las visitas, la conversación mundana, las fiestas) y las mínimas válvulas de escape (confidencias en el dormitorio, cartas furtivas donde dar rienda suelta a la pasión, la imaginación y los sentimientos). Historias entrañables y cercanas que dan la medida del enorme abismo entre realidad y deseo femenino, no sólo en lo que se refiere a los matrimonios, sino entre pensamiento y acción.

Además, Austen es una consumada narradora: a su estilo directo y sencillo hay que sumar su habilidad para introducir giros imprevistos del argumento, para mantener la tensión respecto a la relación principal sin salir de lo cotidiano ni recurrir a lo improbable. Sólo mencionaré dos: la visita sin inesperada del caballero para pedir la mano de una de las hijas (una escena que sin duda formaba parte del imaginario sensual de las muchachas de la época) y recurrir a los sirvientes –personajes funcionalmente invisibles dentro del argumento– únicamente para dar noticia de algún imprevisto (una marcha, una boda, un cambio de actitud). En las novelas de Austen aparecen numerosos recursos que luego la comedia romántica ha adoptado sin apenas modificaciones (incluido el cine). Es sorprendente lo poco que ha cambiado el género en ese aspecto: el interés principal –doscientos años después– sigue siendo saber si ella se casará con el hombre, rico, amable, sensible y guapo (por este orden en la literatura, exactamente al revés en el cine).

Con todo, si las adaptaciones cinematográficas de Austen fueran estrictamente coherentes con estos criterios resultarían inaceptables para el público actual, puesto que los personajes femeninos actúan y hablan de una manera que nada tienen que ver con el original literario. Aquí más que nunca se cumple aquello de que vemos e interpretamos el cine histórico con los ojos del presente. Quien se tome la molestia de contrastar los libros con las películas comprobará que lo que sirve de base al guión cinematográfico es el enredo argumental, mientras que todo lo que se refiere a comportamientos y formas de expresión están claramente modernizados. Lo que en la novela son deseos de conseguir un buen marido que agrade a la familia, la libere de una boca más que alimentar y no ahogue completamente los sentimientos íntimos de la mujer, en el cine son narraciones acerca de mujeres que buscan casarse por amor con hombres que las correspondan sin importarles su condición, educación o posición. Pero sin duda, el elemento más irreal, el que más claramente enlaza a Austen con el género romántico más pasteloso del cine actual, es que las mujeres solteras actúan como si su único criterio fuera la sinceridad de sus sentimientos amorosos (como si no estuvieran influidos por la conveniencia social). En el cine, el objetivo pedagógico –hoy diríamos socializador– varía respecto a la literatura: en la pantalla lo importante es escoger al hombre adecuado y casarse por amor, mientras que en los libros de Austen consiste en mostrar situaciones en las que las muchachas casaderas podrían encontrarse y la manera correcta y discreta de comportarse. Y para hacer más llevadera la pedagogía, Austen recurre al drama folletinesco: ellas deben superar La Prueba (con mayúsculas) que supone esperar que un caballero decente les proponga matrimonio sin haber perdido la compostura ni dado lugar a escándalos y/o habladurías. La firmeza en unos principios, mantenidos incluso en circunstancias de lo más adversas, es compensada finalmente por el amor del hombre deseado que, casualmente, es el más idóneo desde el punto de vista social. Austen viene a decir que si una mujer actúa con bondad y buena fe el caballero de sus sueños aparecerá por casa el día más inesperado y le pedirá matrimonio delante de toda su familia, incluso ante posibles rivales. Ni como objetivo literario ni como recurso narrativo está obsesión se encuentra muy alejada de los rescates de última hora que propone el cine contemporáneo.

En 1995 Emma Thompson se había labrado una importante reputación como actriz, especialmente gracias a su intervención en En el nombre del padre ese mismo año. Además, formaba por aquellos años un fructífero tándem artístico con su marido, el actor y director Kenneth Brannagh (ambos protagonizaron Morir todavía cuatro años antes de saltar ambos a la celebridad planetaria, un curioso thriller menor muy entretenido). Ella estaba, como quien dice, en pleno apogeo. Con Sentido y sensibilidad dio un paso adelante, demostrando también que era una excelente guionista. Su adaptación del texto de Austen es brillante: recorta la abundante nómina de personajes del libro hasta reducirla a los estrictamente funcionales del argumento; y se reserva para ella el papel protagonista, consiguiendo transmitir exactamente la clase de sentimientos que pretende despertar una película como ésta en el público de hoy día. No es una comedia romántica al uso, sino la reivindicación de esas mujeres que no se rinden ante situaciones completamente adversas, ni siquiera ante la enorme traba que suponía la sociedad machista y patriarcal del siglo XIX. Tan sólo se permite una licencia fuera de lugar: poner en boca de su personaje una frase acerca de las injusticias de la ley para con las mujeres (no poder heredar, o hacer negocios), unas palabras que ninguna mujer de la época y en su situación hubiera pronunciado nunca.

La película resulta eficazmente encantadora y delicada no sólo en el retrato de los caracteres opuestos de Elinor (Emma Thompson) y Marianne (Kate Winslet), sino de los personajes masculinos (Hugh Grant, Alan Rickman y Greg Wise), por mediación de escenas sutilmente reveladoras sus motivos para actuar como lo hacen, pero también sus zonas más oscuras. Aunque más allá de la eficacia de los elementos más directamente implicados en el argumento principal, está la habilidad del director –Ang Lee, una elección perfecta para potenciar los méritos del guión– para dejar asomar sutiles sentimientos, difíciles de verbalizar o de transmitir mediante diálogos: el momento en que Edward Ferrars (Hugh Grant) encuentra a Elinor en pleno éxtasis escuchando una pieza musical «que era la favorita de su padre», y que es para mí el mejor fragmento de la banda sonora de Patrick Doyle. La certeza inapelable de la pobreza a la que se ve abocada la familia de Elinor tras ser desahuciadas por su hermanastro, la lucidez con que la hermana mayor vive este proceso frente a la despreocupación de su hermana Marianne y de su madre. La fortaleza que demuestra la misma Elinor cuando todas sus esperanzas, su mundo entero, se vienen abajo al saber que su hombre está comprometido con una mujer a la que desprecia y sin embargo la hace su confidente. Toda la película está llena de breves imágenes, de apenas unos segundos de duración, que desprenden ternura por todos los píxeles.

Pero es en la escena final, la de la materialización del secreto de Elinor, guardado durante tanto tiempo, en la que Emma Thompson creo que alcanza a representar algo así como un eterno femenino (uno de los tantísimos que hay): la madre y las tres hijas se encuentran en casa haciendo sus aburridas labores, acaban de saber por un sirviente que Ferrars ha pasado por el pueblo con su esposa. De pronto aparece el caballero de visita inesperada. Revuelo, nervios, tristeza sobrevenida. Todas se aprestan a recibirle amablemente a pesar de la decepción que ha supuesto para Elinor. Se produce un diálogo en el que sabemos que se desvelará el equívoco, pero tanta corrección lo demora de una manera tan hábil como exasperante. Finalmente, cuando ellas se enteran de que Ferrars rompió su compromiso la cámara muestra la reacción de Elinor. Emma Thompson está tremenda en ese momento, es imposible no rendirse ante su talento como actriz: notamos su turbación, su deseo de mostrar alegría, esperanza, pero cómo se autoimpone el deber de la compostura y la templanza. Al quedarse a solas con Ferrars ella sabe –y el espectador también– que algo muy bonito va a suceder. Parece imposible que quepa mayor ternura, pero entonces nos encontramos con la postura y el gesto con el que Elinor escucha la declaración de amor de Ferrars: el brazo izquierdo apoyado en la silla, el cuerpo parcialmente vuelto hacia él, el rostro levantado lo justo para dejar ver una sonrisa entre las lágrimas… que finalmente estallan en unos hipidos –recomiendo verla con el sonido original– ante los que es imposible quedar indiferente. Toda esta escena, la misma Emma Thompson, remiten a ese lugar en el que toda mujer ha habitado al menos una vez en su vida, aunque sólo sea durante cinco minutos o menos: cuando el hombre que ama le confiesa su amor exactamente del modo y con las palabras que ella espera. El mito, la leyenda, el sueño, hechos cine.

Hay muchas películas sensibles y delicadas, pero poquísimas capaces de retratar la ternura en su justo término, sin resultar risibles, exageradas o irreales. Algunos títulos que consiguen mantener el tono son El rayo verde de Rohmer, un delicado retrato de los solitarios que en los ochenta aún creían en el amor a primera vista, elegante y culto (destaco especialmente a su protagonista y la última escena); o Dersu Uzala de Kurosawa, un filme intenso que requiere un gran esfuerzo por parte del espectador.

No basta con esto; es necesario bajar hasta la escena para encontrar momentos similares, en realidad algunos de mis momentos favoritos: la escena del tren sobre el agua en El viaje de Chihiro, delicada y extrañamente bella; la escena final de Centauros del desierto; la imposible familia de Charlie Bucket en Charlie y la fábrica de chocolate de Tim Burton, capaz de hacer creíbles situaciones y diálogos vistos infinidad de veces; o la escena previa a la marcha de Ramón (Javier Bardem) en Mar adentro, cuando pretende ofrecer algo significativo a su sobrino Javi (Tamar Novas) sin que éste se dé por enterado… hasta el mismo instante en que arranca la ambulancia que se lo lleva de la casa familiar («¡Que ya lo he entendido!»).

Por descontado, dejo para el final mi favorito: episodio décimo de La joya de la corona (Una velada con la maharaní). La mojigata e ingenua Sarah Layton (Geraldine James), tras resignarse por vergüenza y timidez a que el bruto y prepotente capitán Purvis (David Leland) la desvirgue, encima tiene que escuchar –justo cuando ella pretende abandonar el dormitorio con los últimos restos de dignidad que ha podido recoger– cómo éste acierta a resumir su vida en una simple frase, tan certera como hiriente: «¡Por Dios santo, Sarah Layton, qué sabes tú de la alegría!». Sarah se queda helada al oír estas palabras: desea negarlas, rebatirlas, dar una lección al capitán Purvis, pero reconoce en lo más íntimo que no ha dicho ninguna mentira. Entonces se echa a llorar, pero no por admitir –por primera vez de forma explícita y ante otro ser humano (un desconocido, además)– que ha malgastado su vida por culpa de su moral pacata y anticuada, sino porque ha tenido que ser un estúpido ignorante quien le quite la venda de los ojos. Ningún personaje de ficción me ha inspirado tanta lástima. Ninguna existencia ha sido tan cruel e inapelablemente reducida.

 

NOTA:

Ahora los padres son ellos


Título original: Meet the Parents: Little Fockers / Año: 2010 / País: Estados Unidos / Duración: 96 min / Director: Paul Weitz / Guión: John Hamburg, Larry Stuckey / Fotografía: Remi Adefarasin / Música: Stephen Trask / Reparto: Robert de Niro, Ben Stiller, Owen Wilson, Blythe Danner, Teri Polo, Jessica Alba, Harvey Keitel, Laura Dern, Dustin Hoffman, Barbra Streisand… / Sinopsis: El patriarca de la familia Jack Byrnes quiere nombrar a un sucesor. ¿Tiene su yerno, el «enfermero» Greg Focker, lo que se necesita?

Hace dos décadas, buena parte del reparto de Ahora los padres son ellos (2010) habría sido el principal reclamo para un intenso thriller político, o un sólido drama al estilo de La decisión de Sophie (1982) o así: Robert de Niro, Dustin Hoffman, Barbra Streisand, Harvey Keitel, Laura Dern… Y entre ese elenco estelar estarían Ben stiller, Owen Wilson y sobre todo Jessica Alba; actores de menor renombre pero que quieren cambiar de registro, o lanzarse a nuevos desafíos… Pero la gente se hace mayor y hay que asegurar ingresos, aunque sea a costa de encasillarse en papeles anodinos. Al fin y al cabo se trata de rodajes que no requieren grandes esfuerzos (sobre todo a intérpretes como ellos), se hacen cerca de casa y proporcionan ingresos fáciles. No seré yo quien les eche en cara ser prácticos y mirar por su futuro más allá de la pantalla. Sigourney Weaver, por ejemplo, se ha hecho un capitalito nada desdeñable gracias a la inacabable saga Alien (1979, 1986, 1992, 1997), de la que acabado siendo co-productora; y ahora se permite el lujo de rodar lo que le da la gana, incluso producir pequeños experimentos independientes.

Robert de Niro ha encontrado su Alien personal en el personaje de Jack Byrnes, el ex-agente de la CIA que aplica métodos de contraespionaje para conocer las verdaderas intenciones de sus futuros yernos, en especial de Gaylord Focker (en España, para no echar a perder el chiste fonético, se llama Follen). Los padres de ella (2000) elevaba a la enésima potencia los tópicos sobre ambas figuras, explotando hábilmente el lado cómico de la situación: la desconfianza, el deseo de agradar, el suegro pasando al yerno por el detector de mentiras, el yerno metiendo la pata con consecuencias espectacularmente incrementales… En la secuela —Los padres de él (2004)– el dúo Hoffmann/Streisand establecía el contrapunto en forma de consuegros desinhibidos, informales… y judíos. Se echan de menos los elaborados gags de la primera parte, pero alguno hay, especialmente hacia el final.

Ahora llega el momento de rematar la tríada, y qué mejor manera de hacerlo que metiendo a todos juntos en un enredo en el que cabe todo: infidelidades irreales –con una Jessica Alba más pedorra que nunca–, Byrnes metiendo las narices en la vida de su yerno. De los gags visuales de sus predecesoras no queda ni rastro, tan sólo un encadenamiento de situaciones que deben hacer gracia como sea, incluso pasando de rosca la película. Ninguna de las posibles historias se concreta, todo son pequeños malentendidos y escenas con diálogos interminables que enfrentan a los diferentes protagonistas.

Película previsible donde las haya que en determinados momentos roza el landismo en versión Hollywood: ese falso tonteo con el humor sexual sabiendo que no se pasará de determinados tópicos verbales y visuales.

NOTA:

Como la vida misma


Título original: Life as we know it / Año: 2010 / País: Estados Unidos / Duración: 112 min / Director: Greg Berlanti / Guión: Ian Deitchman, Kristin Rusk Robinson / Fotografía: Andrew Dunn / Música: Blake Neely / Reparto: Katherine Heigl, Josh Duhamel, Josh Lucas, Hayes MacArthur, Christina Hendricks, Sarah Burns, Jessica St. Clair… / Sinopsis: Después de una desastrosa cita en 2007, Holly (empresaria de éxito) y Messer (realizador de TV) se encuentran con que, además de su odio compartido, deben hacerse cargo de Sophie, su pequeña ahijada, cuyos padres acaban de morir en accidente. Adaptarse a la vida familiar no es fácil, y mucho menos cuando detestas a tu pareja. Aun así, Sophie merece el la pena…

La cosa suele ir más o menos así: encuentros fortuitos, parejas que esperan décadas para reunirse, hombres que se hacen pasar por gais para ligar, mujeres que se enamoran de gais, mujeres con hijos que pillan un marido rico, gais que dejan embarazada a su amiga de toda la vida, padrinos que comparten odio y una ahijada acaban formando una familia, hombres con hijos que consiguen una mujer sensible, delgada e inteligente, compañeros de trabajo que finjen una relación que luego se convierte en realidad, hijos que reúnen a sus padres divorciados, amigos que se redescubren como amantes, amantes que se redescubren como personas, chicos que se enamoran de las novias de sus hermanos, madres que se enamoran de los novios de sus hijas, estancias en islas desiertas que desembocan en intimidad, enamorados en secreto que asisten a la boda del hombre/mujer de sus sueños, embarazos inesperados que cohesionan una pareja impensable, hombres y mujeres que se sinceran de forma simultánea dejando claro que su sentimiento es mutuo. Finales emocionantes, reencuentros inesperados, regresos bajo la lluvia, rescates de última hora, esperas en portales, encuentros a la salida del trabajo, momentos imaginados una y mil veces que se convierten en realidad, honestidad y sinceridad recompensados con creces. Gente adinerada, delgada y guapa, fotografía luminosa, supermercados y comercios que rebosan abundancia y bienestar, estilos de vida acomodados, generaciones claramente marcadas, roles sexuales implícitamente establecidos, entornos familiares cohesionados, confidencias y detallitos, comentarios sobre confidencias y detallitos, emotivas declaraciones delante de la familia y/o las amigas, momentos perfectos… Creo que no me dejo nada.

Como la vida misma (2011) es el segundo largometraje en diez años de Greg Berlanti –no confundir con el filme del mismo título de Peter Hedges con Dianne Wiest y Juliette Binoche– y contiene algo de ese batiburrillo del párrafo anterior, además de unos pocos diálogos ocurrentes (especialmente al principio) y un par de gags que prometen, aunque sin estar del todo pulidos como para considerar el resultado tan cómico como romántico. El resto no es que sea previsible, es que es inverosímil, igual que los personajes.

Y ahora un poco de contexto de visionado: acompañé a mi hija, mi sobrina y mi hermana (lo sé: debí haberme anticipado a todos los signos que lo advertían), y nos metimos en una sala a rebosar en la que –lo aseguro– sólo éramos tres hombres. Aun así, hice mías las recomendaciones de Darwin y me adapté al entorno para sobrevivir: comienza la sesión y lo paso bien, me rio con ganas en algunos momentos… Pero llega la escena en que los protagonistas jóvenes y guapos –que se han llevado como el perro y el gato hasta ese momento– se enrollan y el público estalla en una alegre y espontánea ovación… que se repite al final de la película. Comprendo que el abismo que se abre entre las expectativas de ese público adolescente y la realidad se ensancha a cada título como este. El problema no es la existencia del género en sí, ni siquiera la sobreabundancia de títulos de calidad más que mediocre. El problema es que el mito del romance heterosexual rico y guapo es suficiente para convocar a un público entregado de antemano que cree que se trata de algo más que ficción, de algo a su alcance. El problema es que la comedia romántica, dada su ubicuidad actual, amenaza con subrogarse un papel socializador en el tema de las relaciones, dejando en segundo plano el entretenimiento. El enredo amoroso ya no es tal, ahora es una fábula sobre la necesidad de mantener la coherencia ante las adversidades, aferrarse a los valores tradicionales y, sobre todo, sobre todo, sobre todo, no traicionar nunca a las amigas. Mantenerse en estos principios prácticamente asegura que el muchacho de tus sueños vendrá a por ti: el que te gustaba en el instituto, el tío bueno de la oficina (da igual lo borde que sea) o cualquier hombre capaz de reunir en un mismo cuerpo la perfecta combinación de inteligencia, belleza, humor y sensibilidad. El imaginario femenino no tiene nada que envidiar al masculino en cuanto a irrealidad.

Es curioso cómo un género tan limitado argumental y estilísticamente exhibe semejante variedad de historias tendente al infinito. El mérito, desde luego, es de los guionistas. De las espectadoras, ¿qué se puede decir? ¿Admirar su inagotable capacidad para creer en los finales felices? ¿Confiar en que, llegado el momento, sabrán distinguir entre realidad y ficción? Manuel Rivas escribió que la ficción sirve para crear más realidad, quizá la nueva Generación XXY (la etiqueta me la acabo de inventar) prefiera reinvertirla en mitos que alimenten la travesía de la soledad.

NOTA: