Tony Gatlif: reivindicación de un cine reivindicativo


Hoy quiero hablar de Tony Gatlif, el cineasta francoargelino que más y mejor ha retratado la cultura gitana en Europa. Su filmografía –como la de Ford, Allen o Almodóvar— es prácticamente monotemática. Sus argumentos orbitan alrededor de la historia, la sociedad y las problemáticas realidades contemporáneas del mundo gitano. Pero Gatlif no es sólo el cineasta oficial de una etnia, con el tiempo ha adquirido un dominio muy personal de la narración cinematográfica, alcanzando unos niveles de sutileza en sus críticas y reivindicaciones que le sitúan más allá del mero cine de trasfondo etnográfico. Sus filmes han demostrado –a pesar de sus escasas variaciones argumentales– una narración cada vez más transgresora y experimental, atractiva para todo tipo de público, no sólo para el pueblo gitano o los estudiosos de su cultura. Esta evolución culminó en Exils (2004), donde sin renunciar a sus obsesiones artísticas, demuestra que posee un estilo propio, el cual le valió el premio al mejor director en el Festival de Cannes de aquel año. El arranque del filme es una impresionante declaración de intenciones, tanto formales como musicales.

En el cine de Gatlif, la cultura gitana no es un tema esencialmente histórico ni etnográfico, sino un vehículo para alcanzar, de paso, sus objetivos artísticos y lanzar un mensaje sobre las bondades de la tolerancia, la integración social y la mejora de las condiciones de vida de los gitanos; y si conviene una denuncia colateral acerca de la situación de marginalidad, injusticia, desarraigo o amenaza de decadencia que padece su cultura. Tony Gatlif es también un músico que aprovecha el cine para dar a conocer el folclore musical gitano: en ese sentido no hay que considerarlo como un director militante al uso, sino un narrador fascinado por la música que adicionalmente se ocupa de denunciar injusticias o reivindicar cambios. Los filmes de Gatlif no se pueden considerar cine social sin más; por encima de ese objetivo se despliega un proyecto artístico vinculado a la música y una búsqueda muy personal de los orígenes de la cultura gitana.

Latcho drom (1992) –la aportación más importante al folclore musical gitano rodada nunca– no es un filme histórico ni una original alternativa a la monografía escrita, sino que se articula como una ficción documental en la que realizamos el mismo viaje que llevó a los gitanos desde India a Europa hace más de quinientos años. Se trata de un homenaje a los linajes que se fueron desgajando del tronco común durante su trayecto por Asia Menor y Europa, narrado a través de los estilos musicales que les diferencian. Este viaje ocupa la totalidad del filme y presenta la riqueza y la importancia de la música para la cultura y la identidad gitanas (aparecen variedades musicales de India, Egipto, Turquía, Rumanía, Hungría, Eslovaquia, Francia y España), un elemento que contribuye a establecer su localización geográfica, pero también para reafirmar un sustrato musical común y determinados usos sociales. Latcho drom adopta el mismo tratamiento esteticista y cuidado empleado por Carlos Saura en Sevillanas (1992) y Flamenco (1995), combinando música con una clara exaltación cultural elitista. En su debut cinematográfico Gatlif ya ensayó un borrador de este esquema: Corre, gitano (1982), rodada en España, intercala, a partir de una mínima anécdota narrativa, una serie de números musicales (filmados en estudio) que puntúan la trama, sirviéndola de contrapunto o de complemento, un poco al estilo –salvando las distancias– de Cabaret (1972) de Bob Fosse, donde ambos aspectos estaban mucho mejor entrelazados (aparte de que el guión era superior en complejidad). Latcho drom corrige, mejora y explota las posibilidades de este esquema apenas esbozado diez años antes, aparte de que el objetivo de la película es mucho más ambicioso: documentar un mito fundacional.

La música en Latcho drom es el vehículo a través del cual se expresa el dinamismo y la diversidad de la cultura gitana, un elemento común a pesar de la dispersión geográfica e histórica que ha padecido. Una música semejante al jazz, improvisada, fruto del momento y de la destreza de los intérpretes que intervienen en cada momento; eso provoca que sea fruto de un estado de ánimo, de un contexto, y que sea difícil clasificarla en géneros o aprenderla a través de estudios reglados (que es lo que se suele hacer en Occidente). Igual que la historia oral, su música sólo conoce el presente, y se transmite por absorción y repetición, por una voluntad individual de transmitir un patrimonio que se resiste a ser encasillado desde un criterio estrictamente académico. Las diferentes músicas que aparecen en el filme muestran que sirven para expresar sentimientos, para acompañar hitos sociales, para representar acontecimientos del pasado; no es simplemente una emanación estética, sino que todavía cumple (algo cada vez más inusual en nuestra cultura) una función ritual. Swing (2002) es la última entrega, hasta la fecha, de este proyecto artístico de Gatlif, aunque no tuvo la misma aceptación y repercusión de Latcho drom. Swing se ocupa del jazz manouche o gypsy jazz característico de los gitanos del sudeste de Francia, cuyo máximo exponente ha sido el guitarrista Django Reinhardt.

El segundo gran hallazgo de la filmografía de Gatlif es de tipo dramático-narrativo (el cual también ha dado lugar a una serie de filmes posteriores que componen una especie de segundo proyecto) y arranca con El extranjero loco (1997), un filme original, sutil y complejo. Su principal mérito consiste en la inversión de los papeles de minoría y mayoría, de forma que los prejuicios y las injusticias sean mejor percibidos desde el lado de la audiencia que está acostumbrada formar parte de la mayoría de acogida, a reclamar y esperar de las minorías un esfuerzo integrador sin tener en cuenta otras consideraciones. El filme narra la historia de Stéphane, un parisino que vaga por los caminos (es un nómada, la forma de vida que habitualmente se atribuye al pueblo gitano) en busca de Nora Luca, una cantante gitana que a su padre le gustaba mucho y de quien ha heredado una cinta de casete grabada por la que se siente fascinado. Stéphane es un gadjo (algo así como el equivalente al payo en lengua caló) acogido por Isador, un patriarca de un pequeño poblado rumano (que se convierte de este modo en el grupo mayoritario de acogida, y por tanto espera que se adapte a sus costumbres). Esta inversión dramática sirve para plantear aquellas situaciones y actitudes en las que los gitanos –como minoría– se ven cuestionados por la sociedad mayoritaria: nada más llegar al pueblo, Stéphane no consigue que le atiendan en el bar, le exigen que enseñe su dinero antes de servirle; o cuando Isador se ve obligado a defenderle porque, tras instalarse en el campamento, algunos habitantes expresan en voz alta sus dudas acerca de ese «extranjero loco» (temen que sea un delincuente, un ladrón, un violador…).

El extranjero loco supone el máximo nivel de eficacia y sofisticación dramáticas alcanzado hasta ahora para mostrar, de una manera natural y adaptada a las convenciones narrativas del cine, las reacciones y el impacto que provocan las minorías en la sociedad de acogida (en este caso la etnia gitana, pero este mismo esquema se podría aplicar sin problemas a otros colectivos, como la emigración económica o las minorías religiosas). La escena final de la película es la mejor muestra de esta estrategia: Stéphane, indignado por la quema del poblado gitano que llevan a cabo los auténticos gadjos, destruye todas las casetes donde había ido grabando a diferentes músicos gitanos, para luego enterrar sus restos al borde del camino. Con ese gesto se completa su tránsito y su identificación con la cultura de acogida: ya no será un «extranjero loco» que necesita conocer a quienes admira a través de su música, a partir de ese momento –enamorado de Sabina, la gitana que le acompañará en su viaje– se convierte en gitano él mismo. Su misión no consistirá más en recopilar como un simple erudito folclorista unas músicas marginales o minoritarias, sino contribuir a que no se pierdan, a formar parte activa de su supervivencia y su evolución (al fin y al cabo sus orígenes son diferentes). En una palabra: mestizaje, la máxima expresión de la convivencia intercultural.

Gatlif explota en Exils y Transylvania (2006), con sorprendente similitud (quizá tratando de profundizar, encontrar nuevos matices o, simplemente, repetir el éxito), el esquema planteado en El extranjero loco, señal de que era consciente de haber encontrado una estructura ideal para poner en imágenes sus ideas acerca del mundo gitano. La primera es un auténtico road movie, desde Francia hasta Argelia (tierra natal del director), pasando por España (de donde era originaria su madre), en el que los protagonistas van en busca de sus raíces o redescubren la parte nunca cuestionada, incluso desconocida, de su propia cultura (probablemente por motivos generacionales); todo ello con un estilo agresivo, atrevido (en ocasiones godardiano) y complementado por una banda sonora de lo más contracultural. La segunda narra el viaje (igual que el de Stéphane) de una mujer francesa en busca del músico gitano que la dejó embarazada, la excusa perfecta para acercarse a una cultura ajena que en su momento la dejó fascinada.

Trayectorias como la de Gatlif ponen en jaque el estilo del documental más clásico, obligándole a apostar por recursos más audaces y atractivos que enganchen al espectador, y de paso abandonar definitivamente su limitado objetivo de síntesis informativa (impuesto por la televisión). Los documentales sobre bichos –y, en general, el reportaje de actualidad– están esclerotizados de tanto repetirse sin apenas cambios formales. Los nuevos formatos al estilo de los que propone la cadena francoalemana ARTE o los filmes de Michael Moore (al que ya le salen muchos imitadores), huyen de la típica narración conducida por expertos, puntuada por plúmbeas declaraciones de eruditos o testimonios directos, rellenada con imágenes de archivo y, de tanto en tanto, paisajes bellamente fotografiados. El nuevo documental –igual que la ficción juguetea en ocasiones con él– incorpora sin complejos fragmentos reconstruidos o propone una investigación histórica inédita desde el punto de vista escrito. Gracias a filmografías como las de Gatlif es posible intuir una mayoría de edad en la ficción etnográfica y en el cine de reivindicación social.

También la lluvia


Ficha técnica:

Título original: También la lluvia / Año: 2010 / País: España / Duración: 105 min / Directora: Iciar Bollain / Guión: Paul Laverty / Fotografía: Alex Catalán / Música: Alberto Iglesias / Reparto: Luis Tosar, Gael García Bernal, Juan Carlos Aduviri, Karra Elejalde… / Sinopsis: Costa, un descreído productor de cine, y Sebastián, joven e idealista realizador, trabajan juntos en un proyecto ambicioso que van a rodar en Bolivia. La cinta que van a filmar tratará sobre la llegada de los españoles a América poniendo el acento en la brutalidad de su empresa y en el coraje de varios miembros de la Iglesia que se enfrentaron con palabras a las espadas y las cadenas. Pero Costa y Sebastián no pueden imaginar que en Bolivia, donde han decidido instalar su Santo Domingo cinematográfico, les espera un desafío que les hará tambalearse hasta lo más profundo.

Iciar Bollain parece que ha encontrado su lugar en el cine: directora con oficio, actriz precoz —El sur (1983)– y guionista ocasional; una creadora todoterreno cuya experiencia e intereses la sitúan entre las mejor capacitadas para sacar al cine español del previsible retroceso temático y mal uso técnico (está rodada en 3D) que supondrá Torrente 4 (2011). Su asociación sentimental y artística con Paul Laverty –uno de los mejores guionistas británicos actuales y colaborador habitual de Ken Loachle ha permitido dirigir un filme basado en un material mucho mejor trabajado que otros guiones suyos escritos en colaboración: Flores de otro mundo (1999), Te doy mis ojos (2003), Mataharis (2007).

También la lluvia (2010) podría haber sido el nuevo filme de Loach, pero este detalle resulta irrelevante, puesto que Bollain la ha dirigido con el mismo estilo entre apasionado, lúcido y desencantado de su admirado mentor, al que conoció durante el rodaje de Tierra y libertad (1995). La diferencia es que esta vez el tema –el saqueo español de América en el siglo XV y el de las multinacionales en el XXI– resulta mucho más cercano al público hispano que los habituales conflictos y dramas políticos de la historia anglosajona.

El filme contrapone el rodaje de un filme acerca del expolio/genocidio español de las colonias recién descubiertas por Colón –ya era hora de que el cine español hablara sin tapujos de este tema– con la lucha desesperada de un grupo de vecinos (que además intervienen como extras en el rodaje) por el aumento del precio del agua a causa de la privatización del suministro. La mezcla de ambas historias permite presentar los diferentes grados de (falso) compromiso que solemos exhibir al enfrentarnos a situaciones que nos hacen conscientes del diferencial de bienestar que mantenemos con buena parte del mundo que nos rodea, con nuestro egoísmo y nuestra doble moral respecto a lo que entendemos por activismo e implicación en la lucha contra la injusticia y las desigualdades que contribuimos a perpetuar.

No falta nada en este repaso ya conocido por los habituales del cine de Loach: sin ir más lejos, la escena de la asamblea popular, calcada a la que aparece en El viento que agita la cebada (2006) o la misma Tierra y libertad; o el retrato de un mundo incapaz de mejorar debido a la suma de nuestros egoísmos individuales, que se interponen como un muro cuando la cosa amenaza con involucrarnos en exceso. En el haber del tándem Bollain/Laverty hay que reconocer que no cae en la trampa del maniqueísmo, sino que los mismos personajes alternan momentos altruistas con otros lúcidamente egoístas, sin que podamos extraer conclusiones simplistas. El mejor ejemplo: las lágrimas que derrama el director de la película (Gael García Bernal) al leer algunos pasajes de su guión sobre la denuncia del esclavismo de facto que aplicaba la corona de España contrastan con su ceguera ante el drama humano que se desarrolla ante sus narices.

Así somos los occidentales: nos basta un rodaje de tres semanas en un lugar exótico, un rollito con alguna camarera de hotel, aprender cuatro palabritas de su idioma, hacer rimbombantes declaraciones para el making of y regresar a casa presumiendo de militancia y de haber salido modificados para bien de la experiencia. Lo paradójico es que ni Bollain ni su equipo escapan a la maldición de esa solidaridad sin consecuencias que denuncian. La escena de la despedida entre el productor (grandioso Luis Tosar) y el intérprete y líder de la revuelta (Juan Carlos Aduviri) resume perfectamente la doble moral que preside todo el opaco conglomerado formado por ONG, iniciativas empresariales e izquierdismos reciclados de militancia antiglobalización: el primero sabe que, a pesar de su gesto humanitario, no piensa implicarse en una lucha ciertamente justa, pero no puede evitar sentir emoción ante la suerte de Hatuey, que se queda allí –como él mismo reconoce– «sobreviviendo». Bollain y los demás han hecho su película, la presentarán en festivales en los que se servirán cócteles; y mientras tanto, Anduviri seguirá en su país, malviviendo de los rescoldos de la fama que un rodaje extranjero le reportó. Quizá la única actitud posible sea la del personaje de Karra Elejalde: abiertamente egoísta, pero capaz de despertar de su letargo enolizado para decidir que, si las cosas vienen mal dadas, hay que afrontar determinados riesgos. Y de paso, ofrecer un poco de alcohol a los detenidos.

La película merece la pena por la sinceridad que late tras su dura exposición de actos y motivaciones: el mundo no se puede cambiar y es poco probable que las personas nos pongamos ello movidos por el altruismo (lúcido o ingenuo, tanto da). Hacer una película que lo denuncie es algo de lo poco que se puede hacer para paliar la impotencia de esta amarga verdad.

El gran Lebowski


Ficha técnica:

Título original: The Big Lebowski / Año: 1998 / País: Estados Unidos / Duración: 117 min / Director: Joel & Ethan Coen / Guión: Joel & Ethan Coen / Fotografía: Roger Deakins / Música: Carter Burwell / Reparto: Bill Murray, Peter Boyle, Bruno Kirby, Rene Auberjonois, R.G. Armstrong, Danny Goldman… / Sinopsis: Lebowski, más conocido como «El Nota», es confundido por unos matones con un millonario del mismo nombre. Tras el incidente, busca la restitución de su alfombra orinada, y para ello recluta a sus compañeros de bolos para conseguirlo.

No he conocido a ninguna mujer –eso no significa que lo descarte definitivamente– a la que le guste El gran Lebowski de los hermanos Coen, y creo que es porque absolutamente todo en esta película está atravesado por una perspectiva ultramasculina de las cosas: los personajes femeninos (en realidad uno solo, interpretado por Julianne Moore), la caracterización de la amistad masculina, el patetismo surreal de los malos, la actitud despreocupada y absurda de su protagonista… Pero especialmente su sentido del humor, capaz de revelar un mundo hecho de detalles nimios y chorradas en el que tantos hombres nos sentimos cómodos. Y por si fuera poco, una ironía socarrona e inmisericorde con el trío protagonista que apunta más allá de lo mostrado. El gran Lebowski es una virguería mental que no facilita la conexión empática con el público mayoritario (ni siquiera con el que disfruta con filmes de tiradetes al estilo de Clerks), pero cuando alguien consigue traspasar esa frontera se convierte automáticamente en rendido fan. El problema es que declararse admirador irredento de El gran Lebowski le aparta a uno de la manada, le marca como un ser especial (no quiero decir raro) que se parte de risa en situaciones y con comentarios de lo más idiota.

Pero eso no es todo, El gran Lebowski –igual que Muerte entre las flores lo es de La llave de cristal (1931) de Dashiell Hammetes una variación deformada (en este caso hasta la parodia) de El sueño eterno (1939) de Raymond Chandler: un millonario en silla de ruedas, con una esposa ligera de cascos recurre a Jeffrey Lebowski (interpretado por Jeff Bridges) para pagar el rescate de un oscuro caso de secuestro. La mayoría de los personajes principales poseen algo más que simples semejanzas con coronel Sternwood, su hija Carmen y el mismísimo Philip Marlowe, del que Lebowski es un clarísimo contratipo. A pesar de lo estrambótico y absurdo de la sucesión de escenas y diálogos, el filme mantiene un orden firmemente anclado en la lógica de los acontecimientos y, al igual que en el estilo narrativo de Chandler, aunque todos los sucesos poseen un motivo verosímil y los objetivos y actos de los personajes resultan coherentes, en el fondo ambas cosas nunca se revelan por completo ni de forma inequívoca. Los giros y las sorpresas argumentales se suceden dentro de una lógica causal plausible, pero no está del todo claro cómo se ha resuelto el suceso que provoca el siguiente.

Si a uno le dieran a leer una sinopsis de El gran Lebowski no entendería qué tiene de especial ni de divertido (ni siquiera como enredo estrambótico), porque su auténtico valor reside en la interpretación y la habilidad de los Coen para hacer entrañables unos tipos lunáticos. Sus diálogos, leídos sobre el papel, nos parecerían idioteces sin sentido, pero puestas en boca de los actores cambian por completo de significado. Por ejemplo, la escena en que aparece por vez primera el protagonista es magistral y, aunque carece de diálogo, resulta suficiente para proporcionarnos una idea exacta de su carácter y su estilo de vida: El Nota camina por un supermercado desierto a las tantas de la noche; va en ropa interior y bata de estar por casa, luce melena y barba descuidadas y sucias. De pronto, coge un cartón de leche y, tras asegurarse de que nadie le ve, lo abre y se lo bebe. Plano siguiente: la cajera lo mira estupefacta mientras El Nota, con el bigote lleno de gotitas blancas, extiende un cheque por ¡69 centavos! para pagar otro cartón de leche idéntico al que se acaba de beber. A eso se le llama economía y eficacia narrativas. Ha quedado claro que El Nota es un impresentable que vive en un cuelgue perenne.

Cuando un fan irredento de El gran Lebowski se cruza con otro fan irredento de El gran Lebowski, surge de inmediato una corriente de empatía: ambos se atropellan en la descripción de detalles desopilantes y absurdos a más no poder. Cuando yo soy uno de esos fans siempre menciono la escena en la que Lebowski denuncia a la policía el robo de su coche, el mismo en el que llevaba el dinero del rescate con el que planeaba quedarse. Uno de los policías le pregunta qué llevaba en el maletín que había en el vehículo: «papeles de trabajo», «¿Y a qué se dedica?», «actualmente estoy en paro». Todo ello mientras el teléfono celular –modelo del 98, así que más que móvil es portable– no deja de sonar desde la escena anterior. Es el propietario del dinero que llama para saber por qué no se ha entregado el rescate y Lebowski sabe que descolgar equivale a la muerte. A continuación menciono el cameo inefable de un ultragay John Turturro y el ataque de histeria de John Goodman en casa del niño que supuestamente ha robado el rescate (y cuyo padre vive en un pulmón de acero en el comedor de casa): «¿Son estos tus putos deberes?». Y termino indefectiblemente con mi momento favorito: Lebowski y Walter van a la costa para depositar en el mar las cenizas de su amigo Donny, las cuales llevan en un bote de comida porque se han negado a pagar una urna en la funeraria. Walter se adelanta y — en pleno ataque de trascendencia– trata de pronunciar unas palabras intensas e inspiradoras. Tras una sarta de patochadas sin sentido, Walter abre el bote y, como el viento sopla tierra adentro, todas las cenizas acaban en su cara y en la de su amigo, situado justo detrás. Esa simple contingencia –que cualquiera con dos dedos de frente podría haber previsto– transforma lo que amenazaba con convertirse en un momento emotivo en algo ridículo, grotesco y patético. El Nota ya no puede más, explota y le dice a su amigo algo que es casi una filosofía de la vida: «¡Todo lo que haces lo conviertes en una puta parodia!». Luego se abraza a él y juntos lloran la pérdida de Donny. Para mí se trata de un momento cenital comparable al final de Casablanca, la escena del avión en Con la muerte en los talones o el monólogo de Rutger Hauer en Blade runner; posee la dosis justa de intensidad dramática, pero mostrada con el estilo que emplearía una persona incapaz de expresar sus sentimientos, con un humor demoledoramente real que apenas levanta polvo del suelo pero que expresa mucho más de lo que significa. Todo en El gran Lebowski es una parodia, involuntaria a veces, retorcida otras, desternillante casi siempre, pero una parodia. El mérito indiscutible de los Coen es que parece casual, pillada por los pelos, en lugar de estar milimétricamente diseñada. Es como si pretendieran narrar una historia seria, en plan detective aficionado que se ve envuelto en una serie de sucesos inexplicables pero que aun así acaba resolviendo, y en su lugar nos encontramos a un imprevisible metepatas al que todo le sale al revés, dice las mayores inconveniencias, no percibe los indicios que le avisan del peligro, ni sabe ser pícaro ni espabilado, y por eso lo único que recibe son decepciones y hostias por todas partes.

Uno de los efectos más curiosos que ha provocado el filme es que hombres de todo el mundo han tomado a «El Nota» como ejemplo a seguir de actitud vital, gracias a su capacidad para rehuir el trabajo y las responsabilidades, sobrevivir sin un duro, hacer el vago todo el día, dedicarse exclusivamente a los bolos y de paso dejar embarazada a la única chica se le pone por delante. Para una buena parte de la humanidad masculina eso es un planazo en toda regla, así que no debe extrañarnos que por todo internet hayan florecido foros y grupos de admiradores, incluso una religión: el «dudeísmo», con su iglesia oficial y todo. Lebowski es un clásico cinematográfico, pero también una leyenda sociológica y una filosofía de la vida perfectamente compatible con el Comic-Con.

El humor de los hermanos Marx (antes de que Irving Thalberg los reciclara en algo más familiar y amable envolviendo sus sarcasmos de objetivos buenistas y plúmbeos números musicales) es probablemente uno de los escasos precedentes de humor altamente testosterónico, básicamente debido al carácter misántropo de su principal creador de gags, Groucho Marx, y también el de Buster Keaton, en cuyas películas las mujeres no quedan muy bien paradas. También el grupo Monty Phyton, compuesto por cinco hombres, inevitablemente destila un sentido del humor y de la existencia masculinos, así que no debe extrañar que en ninguno de sus filmes destaque ningún personaje femenino (a no ser que sea uno de ellos disfrazado). Aparte de estos tres casos de misoginia creativa, hoy día el humor masculino está cómodamente instalado en el género de universitarios garrulos en celo al estilo Porky’s, Despedida de soltero, la trilogía American pie o Resacón en Las Vegas, aunque en estas dos últimas el humor sea mucho más transgenérico, signo de la corrección política imperante. Y poco más: quizá Pulp fiction sea uno de los pocos títulos equiparables al de los Coen por su capacidad de convertir algo esencialmente masculino en buen cine, con esa calculada mezcla de violencia desbocada que sin embargo provoca la risa. La diferencia es que con el filme de Tarantino existe un consenso mayor entre sexos acerca de sus bondades argumentales y estilísticas, y por eso sí que conozco mujeres que la adoran. Pero con El gran Lebowski no hay manera.

NOTA:

Tres colores: Blanco


Título original: Trois couleurs: blanc / Año: 1994 / País: Francia / Duración: 91 min / Director: Krzysztof Kieslowski / Guión: Krzysztof Kieslowski y Krzysztof Piesiewicz / Fotografía: Edward Klosinski / Música: Zbigniew Preisner / Reparto: Zbigniew Zamachowski , Julie Delpy , Janusz Gajos , Jerzy Stuhr , Grzegorz Warchol , Jerzy Nowak , Aleksander Bardini , Cezary Harasimowicz , Jerzy Trela , Cezary Pazura , Michel Lisowski , Piotr Machalica , Barbara Dziekan… / Sinopsis: Karol es un hombre que, tras arruinarse y ser cruelmente rechazado por su esposa, constata cómo su vida se deshace por completo. En el metro conoce a un hombre que no sólo le promete llevarlo de regreso a su Polonia natal, sino una gran cantidad de dinero a cambio de matar a un desconocido. A partir de esas dos premisas, ya de vuelta en Polonia, la vida de Karol dará un giro completamente imprevisto.

Krzysztof Kieslowski consiguió convertirse, hacia el final de su carrera, en el cineasta de referencia del cine europeo de los noventa. Afianzó su prestigio gracias a Decálogo (1989-1990) una serie para la televisión basada en los mandamientos de Moisés, algunos de cuyos episodios lograron dar el salto a la pantalla grande. El formato televisivo, breve e intenso (cincuenta minutos), su habilidad para mostrar ciertas miserias e incongruencias de nuestro mundo contemporáneo –casi siempre relacionadas con dilemas éticos– y unos guiones sólidamente construidos, provocaron que cada nuevo filme de Kieslowski se esperara como una profundización reveladora de todos esos temas.

Su trilogía Tres colores está compuesta por tres filmes que llevan por título los colores de la bandera francesaAzul (1993), Blanco (1994), Rojo (1994)– y relacionado cada uno con los valores que simboliza la bandera francesa: libertad, igualdad, fraternidad respectivamente. A pesar de lo aparentemente laico del proyecto, la filmografía de Kieslowski está fuertemente influenciada por el tema de Dios, de ahí que muchos de sus temas y puntos de vista resulten coincidentes y cercanos. En cambio, desde la perspectiva de un espectador no tan vinculado a la cultura católica, sus historias se presentan como pequeñas fábulas urbanas, organizadas alrededor de un reparto limitado, en el que se ilustran comportamientos que revelan paradojas –generalmente pesimistas– sobre la condición humana, dando lugar a situaciones curiosas, a menudo crueles. En este sentido, el cine de Kieslowski está bastante cerca de los cuentos morales y de las comedias proverbiales de Rohmer.

La trilogía supuso un antecedente de los beneficios comerciales de rodar películas en serie y estrenarlas en años sucesivos, fidelizando espectadores y levantando expectativas. Blanco -la segunda entrega– no difiere mucho del estilo característico del cine de Kieslowski, aunque en el pulso narrativo varía sustancialmente respecto a la primera entrega (protagonizada por una perturbadora Juliette Binoche, que hace un pequeño cameo en la segunda) y que incluso mejora en la tercera (protagonizada por Irène Jacob, de quien quedé prendado tras su intensa, sensual y brevísima aparición en Adiós muchachos (1987), la obra maestra de Louis Malle). En cada filme predomina claramente el color que indica el título, reforzando el tono simbólico de la narración, algo que agradeció la crítica más especializada y los espectadores con tendencias hacia lo espeso.

Semejante desarrollo argumental amaga con convertirse en una historia negrísima, carente de motivaciones claras y de asideros firmes para el espectador, un poco al estilo de Hay que matar a B. (1975), la mejor película de José Luis Borau. Sin embargo, Kieslowski sorprende con un primer giro dramático a base de humor (negro, por cierto). Y ya en el tercio final, mediante una segunda (y hasta una tercera) vuelta de tuerca, ofrece una lectura muy diferente de lo ya visto: en el primer caso con un acento marcadamente romántico, en el segundo tremendamente triste.

Las películas de Kieslowski influenciaron sin duda el cine auropeo más serio durante la primera mitad de los noventa, convirtiendo al cineasta, casi a su pesar, en el cronista de una sociedad a la deriva en lo ético, enfrentada a la soledad en lo cotidiano y encarnada casi siempre por personajes a quienes los acontecimientos desplazan hasta los límites mismos de la conducta social, en medio de encrucijadas en las que deben decidir sobre cuestiones que les obligan a replantearse sus vidas. El espectador, por su parte, no puede evitar quedar cautivado por la habilidad del director –y su fiel guionista Krzysztof Piesiewiczpara establecer con eficacia y originalidad los puntos de apoyo para unas historias que soportarán más adelante su diagnóstico sobre temas complejos, como la sociedad y la condición humana. Blanco es probablemente la película mejor contrapesada de la trilogía (Azul –la favorita de la crítica especializada– me parece excesivamente fría y opaca, mientras que Rojo es quizá la más abierta y directa), quizá porque presenta un argumento más cercano a una realidad mayoritaria y por ese doble giro inesperado. Aun así debo decir –a pesar de que esta afirmación arroje sobre mí la argumentadísima ira de sus fans— que la mirada moral de Kieslowsi acusa el paso del tiempo y su trilogía cromática no es del todo ajena a este hecho.

NOTA:

Pasaje a la India


Título original: A passage to India / Año: 1984 / País: Reino Unido / Duración: 163 min / Director: David Lean / Guión: David Lean basado en la novela de E. M. Forster / Fotografía: Ernest Day / Música: Maurice Jarre / Reparto: Judy Davis, Peggy Ashcroft, James Fox, Alec Guinness, Nigel Havers , Richard Wilson , Antonia Pemberton , Michael Culver, Art Malik… / Sinopsis: Adela Quested y su futura suegra, la señora Moore, viaja a la India para conocer a su futuro marido, funcionario de la justicia británica. Su deseo de conocer «la auténtica India» les llevará a conocer al doctor Aziz, un hindú musulmán que les invitará a hacer un viaje a las cuevas de Marabar. Esa excursión será el detonante de una serie de acontecimientos que marcarán la vida de los portagonistas.

Pasaje a la India es una película que -–afortunadamente–- expresa conscientemente lo que significa. Está hecha por un director en plena madurez creativa que se despidió del cine con ella, después de haber pasado por una fecunda etapa de desarrollo y otra (a veces inevitable) de atrofia creativa. Pasaje a la India posee la lucidez de quien ha pasado por todo ello y ha sabido extraer lo mejor de ambas fases. A esta película no le falta ni le sobra nada; y de paso contiene una lección magistral de montaje que podría emplearse como “libro de texto” en cualquier escuela de cine: la descripción, sintética y eficaz; los personajes, trazados mediante simples gestos o acciones reveladoras; breves insertos significativos; secuencias de montaje cuidadosamente planificadas y ejecutadas… Y también planos increíblemente bellos de nulo valor narrativo pero intercalados de forma dosificada, nunca más tiempo del debido. En definitiva: ambigüedad narrativa calculada y perfección sublime en el estilo; dos elementos ideales para adaptar al cine la novela y el estilo mismo de su autor, E. M. Forster.

A mí me da la impresión que Pasaje a la India se acerca como pocas al canon de la narración cinematográfica: un estilo idealmente equilibrado entre el best-seller de aceptación mayoritaria y la exigencia de detalle del cine más intimista. Un equilibrio formal que pocos están en condiciones de formular pero la mayoría de los espectadores se sienten capaces de reconocer de forma intuitiva en una película. El filme delimita perfectamente sus escenas, las abre y las cierra con un plano lleno de sentido, cuidadosamente elegido entre muchos; los diálogos y la acción fluyen con una naturalidad que esconde precisamente el esfuerzo de preparación realizado tras la cámara, con la misma falsa espontaneidad que nuestros ancestros cinematográficos del Hollywood de mediados del siglo XX llamaban “desnudar el dispositivo”. Es decir, empleando recursos de artificio y presentándolos en la pantalla convenientemente disfrazados, de manera que transmitan su efecto narrativo o emotivo pero no su presencia misma al espectador, que lo toma como la manera “natural” de mostrar la realidad dramáticamente. Pasaje a la India es una película ideal para comenzar a interesarse por el cine y su tramoya; y en ella parece como si David Lean hubiera tratado de ofrecer el equivalente cinematográfico al estilo de Graham Greene, poseedor de una de las escrituras narrativas más depuradas que conozco.

El interés principal no reside tanto en ver cómo de una cosa se pasa a la otra sino cómo Lean es capaz de detenerse en los elementos cotidianos de provocan cambios imperceptibles, resaltarlos narrativamente y sin estridencias, y permitir de paso que nos formemos nuestro propio juicio. Empezando por el del cuello de la camisa de Aziz, quien se lo ofrece a Fielding antes de que lleguen las invitadas inglesas, asegurándole que es uno de repuesto cuando en realidad le está ofreciendo el suyo; de manera que cuando Ronny, el prometido de Adela, le eche en cara que se mezcle con los hindúes, le argumente que no saben ni llevar el cuello abrochado (cuando nosotros sabemos perfectamente por qué es así). Y terminando con el malentendido que prácticamente obliga a Aziz a organizar la excursión a las cuevas de Marabar, una atracción local que por supuesto los ingleses desconocen. Lo increíble es que si encima uno lee la novela se da cuenta de que Forster había bajado a esos mismos detalles para retratar a sus personajes, de modo que el mérito de Lean es haber sabido trasladarlo a imágenes, no la caracterización en sí. De estos pequeños desencuentros, en cualquier caso, se deduce el encorsetamiento de una sociedad segregada en castas sociales que no podían, querían ni sabían entenderse.

Visto hoy en día, el argumento de Pasaje a la India parece una crítica política al colonialismo (en la época de la novela, los años veinte del siglo XX, la India seguía siendo parte del imperio británico), enfocada desde el lado humano si se quiere; cuando en realidad es un feroz ataque a las acartonadas costumbres inglesas: llenas de esnobismo y elitismo, y hechas con toneladas de presunción y arrogancia. Cada encuentro entre ingleses e hindúes está lleno de tópicos y pautado por una etiqueta social que hoy día nos resulta risible, mojigata y pacata; de absurdos planteamientos sobre la “actitud conveniente” que un inglés debía adoptar ante un hindú y viceversa. Sus encuentros por tanto resultan necesariamente tensos y cualquier frase fuera del guión (al que muchas veces ambos se aferran para no sentir el vacío de la ignorancia bajo sus pies) implica un malentendido. Forster odiaba por encima de todo el convencionalismo que llenaba las relaciones sociales de los ingleses, un tema al que dedicó como mínimo tres novelas más: La mansión, Una habitación con vistas y Maurice.

Sin embargo, Adela y su inminente suegra parecen dispuestas a romper el cristal invisible que les separa de los hindúes, pero no como parte de un plan consciente que consistiera en dinamitar el estado de las cosas existente, sino porque (y esto es lo más triste, puesto que a los ojos del resto de ingleses ambas son unas ignorantes que desconocen cómo hay que comportarse fuera de la metrópoli, en especial en la India) creen que su bondad y su interés sinceros no podrán ser malinterpretados. Pues sí lo son, empezando por las personas a las que dirigen sus atenciones, especialmente el pobre Aziz, que de pronto se ve tratado como un igual, o al menos sin condescendencia, sin que para el resto del mundo esa consideración tenga relevancia. El interés de Adela por conocer la “auténtica cultura” hindú es simplemente una forma de escapar del mundo aburridamente inesperado que encuentra, agravado por la perspectiva de ser la esposa de un gris funcionario de justicia. La señora Moore, por su parte, tiene una motivación muy diferente a la de Adela: su experiencia vital le ha demostrado que hay muchas cosas de su propio mundo que le parecen injustas o directamente reprobables, y no puede evitar rechazar algunas de ellas. Su trato con Aziz es el mejor ejemplo: simpatizan enseguida y se dan cuenta de que su amor por la familia y las cosas sencillas están por encima de sus diferencias culturales; casual o curiosamente, todos sus encuentros se producen en soledad, como si el auténtico conocimiento mutuo sólo pudiera darse cuando no se trata de momentos condicionados por el comportamiento social. Puede que sea cierto.

Pasaje a la India

Además del choque cultural está el choque sexual: aquí Lean, que al fin y al cabo pertenece a la misma generación posvictoriana de Forster, opta por una escena que no deje lugar a dudas sin tener que entrar en detalles explícitos; y es que ambos demuestran en sus respectivos libros y películas que es mejor sugerir de forma elegante, sin nombrar directamente el asunto. En este caso, Adela descubre sin querer las ruinas de un templo en el que le llama poderosamente la atención la sensualidad de determinadas esculturas, las posturas extremas que expresan el deseo en toda su extensión; en las antípodas de la contención emocional defendida por la cultura anglosajona. El montaje y la música elegidos por Lean para esta escena ilustran a la perfección (sin barroquismos ni recreaciones innecesarias) cómo todos esos mensajes juntos, digeridos sin explicaciones ni nociones previas, provocan en Adela esa reacción de angustia y de pudor a duras penas ocultado. Al fin y al cabo la educación puritana que ha recibido sigue actuando sobre su comportamiento, y a pesar de su vago deseo de romper barreras y moldes en el trato, su reacción consiste en reafirmarse en una posiciones en las que realmente hace tiempo ha dejado de creer.

Entre ambos mundos, el inglés y el hindú, se encuentra la aparente alternativa que representa Fielding (interpretado por James Fox), el personaje que sin duda inspira mayor simpatía y con el que uno se identifica gracias a los indudables principios de progresismo en su actitud. Fielding puede comportarse con franqueza entre hindúes, moverse entre ellos e ir a sus casas, porque, en primer lugar, es un hombre y eso lo hace todo menos escandaloso; y en segundo lugar porque sus propios compatriotas le consideran un excéntrico, precisamente porque hace todas esas cosas que ellos rehúsan hacer. Este hombre es el único inglés que abandona por voluntad propia los espacios a los que le confina su origen y su estatus, incluyendo el club de campo, el espacio vedado a los no ingleses y donde aquéllos se sienten seguros, recreando de forma patética sus aspiraciones de señorío, el mismo que no pudieron culminar en Inglaterra porque sus posibilidades económicas no se lo permitieron. Y es que no hay que olvidar que las colonias fueron, desde el principio de su existencia misma, una especie de segunda oportunidad para todos aquellos que fracasaban en sus intentos de ascender en la escala social, económica y política, lo mismo que fueron una oportunidad de poner tierra de por medio a los delincuentes y de trabajo para los desheredados. El resultado es que en las colonias se reproducía una fotocopia de la sociedad de la metrópoli, pero compuesta por segundones en todos los niveles. El que propuso esa imagen –-no recuerdo quién fue– me parece que no iba del todo desencaminado.

Pero Pasaje a la India va más allá de presentar un desencuentro cultural y social, sino que se sirve de un episodio lleno de pequeñas casualidades e imprevistos para rematar la historia y mostrar a cada personaje puesto al límite, en la encrucijada de tener que escoger entre un bando u otro, presentado con una maestría narrativa cinematográfica de primer orden. El episodio en cuestión cuenta cómo Aziz, al tomar un comentario de Adela al pie de la letra e invitarla a ella y a la señora Moore a visitar las cuevas de Marabar, Aziz se embarca en algo mucho más peligroso de lo que a simple vista parece un reto económico para él y su familia. Desde un principio todo parece conjurarse para que Aziz y Adela suban a las cuevas con la única compañía del guía, algo impensable en una inglesa soltera. Por el camino han quedado Fielding y Godbhole (que pierden el tren) y la propia señora Moore (que se siente indispuesta después de visitar la primera cueva). Las cuevas resultan un enigma, igual que lo que sucederá más adelante: se trata de unas galerías excavadas en la roca que llevan a una sala circular en las que la oscuridad es total. Una vez allí, con la sala abarrotada de gente, el guía grita unas palabras que, tras unos tensos segundos de silencio, son devueltas amplificadas hasta el infinito. El caso es que Aziz y Adela suben a las cuevas más alejadas, bajo un sol abrasador y un silencio que revela que se sienten conscientes el uno del otro, o al menos eso es lo que determinados planos dan a entender (Aziz dando la mano a Adela para ayudarla, el calor, la lejanía del campamento…). Además son planos sin sonido ambiente, montados de una forma ambigua que presagia que algo va a suceder, aunque nadie sabe a ciencia cierta qué. Y sucede que al llegar Adela entra en una cueva sin que Aziz, que se había retirado a fumar un cigarrillo, de nervioso que estaba de estar a solas con una inglesa, sepa cuál. Aziz entra en una cueva sin que se sepa (ni él ni nosotros) si es la misma en la que Adela está experimentando en ese mismo momento un rugido telúrico que tampoco sabemos si es de la cueva o surge del interior de su mente. En el siguiente plano vemos a alguien que desciende a toda prisa por la ladera y sube a un coche. Aziz lo observa desde arriba y no parece demasiado intranquilo. Nosotros sí, porque no sabemos qué pasa. Al regreso de la excursión Aziz es detenido en la estación, sospechoso de haber intentado violar a Adela.

La parte final de la película es el desarrollo del juicio, en el que el incidente de las cuevas es desmenuzado desde varios puntos de vista, llenando las deliberadas lagunas que Lean dejó abiertas en la narración. Lo que parecía ser un intenso episodio humano, una experiencia que abría la posibilidad a acceder a una revelación trascendental, se convierte en un drama de lo más prosaico, sin posibilidad alguna de matices. En el juicio, además, afloran los prejuicios de los ingleses y las intenciones de los hindúes, que pretenden convertir el proceso en un asunto político y recabar apoyos para su causa independentista. La declaración de Adela resulta crucial para el veredicto final, a costa de dar la razón a todos los ingleses, que ven confirmadas sus ideas, y en la que admite implícitamente que no es posible salirse de las normas establecidas, aunque sólo sea porque la sociedad colonial está atravesada por una cruel relación de dominación que no puede obviarse, especialmente en situaciones límite. Adela es víctima de su ingenuidad, y en cierto modo Aziz también. En un mundo así no hay lugar para las buenas intenciones.

La película viene a decir que las posibilidades de entendimiento entre colonizadores y colonizados son escasas o prácticamente nulas; y si existen, se hallan en manos de personas como Fielding y –-a pesar de todo– Aziz: seres no lastrados por el convencionalismo que, a pesar de tener esquemas mentales heredados del pasado, están dispuestos a admitir que la experiencia y el trato diario les demuestren lo contrario; y lo que es mejor, dispuestos a revisar sus opiniones y sus sentimientos, porque los que hasta ahora exhibían no eran todo lo buenos e infalibles que les habían inculcado.

Por último, vale la pena mencionar el resto de películas basadas en novelas de Forster, que ciertamente debe buena parte de su vigencia actual (murió en 1970) al éxito comercial y popular de las adaptaciones cinematográficas de sus textos. Empezando por Una habitación con vistas, que revela su profundo conocimiento de la psicología humana (aún más que en Pasaje a la India); siguiendo con Regreso a Howards End (con su sutil denuncia del control de los afectos en beneficio de un absurdo sentido del deber como causa del fracaso vital); y finalmente Maurice, sobre la moral sexual de la Inglaterra victoriana. Forster tenía sin duda una envidiable capacidad de observación y de análisis para lo cotidiano. Leer más de esta entrada

Bon appétit


Título original: Bon appétit / Año: 2010 / País: España-Alemania-Suiza / Duración: 91 min / Director: David Pinillos / Guión: David Pinillos, Juan Carlos Rubio, Paco Cabezas / Fotografía: Aitor Mantxola / Música: Marcel Vaid / Reparto: Unax Ugalde, Nora Tschirner, Giulio Berruti, Herbert Knaup, Elena Irureta, Xenia Tostado. / Sinopsis: Daniel, un joven y ambicioso chef español, acaba de conseguir trabajo en un restaurante de Zurich. Su talento le servirá para progresar, pero no podrá evitar que su relación con Hanna, la atractiva sumiller del restaurante, se transforme en algo más que una simple amistad.

David Pinillos dirá lo que quiera, pero Bon appétit (2010) es una muestra condenadamente eficaz de lo que debe ser una comedia romántica indie. Sin embargo, en sus declaraciones, remacha su intención de presentar unos personajes reales, con sus altibajos y contradicciones, en las antípodas de lo que solemos ver en este género. Puede que sea así, pero la banda sonora, la selección de escenas y su desarrollo lo desmienten con sutil rotundidad: es posible que estadísticamente demos con una secuencia de acontecimientos como los que muestra la película en la vida real, pero es tan inverosímil como la letra de cualquier bolero. Pero eso es normal, y es bueno que sea así en Bon appétit, porque significa que es una buena comedia romántica.

O si no cómo explicar la forma tan divertida, encantadora y nueva que tiene el filme de dar a conocer a Hanna (una Nora Tschirner que se ha ganado el puesto de Fetiche del mes), desprendiendo encanto en su mirada, su pelo y sus gruesos jerseis de cuello alto (gracias Lapor). Yo también quiero que una mujer como Hanna me eche miraditas mientras compro en el mercado, o que se asome a la cocina cuando medio discuto con mi madre por cosas de la vida y del amor. Seamos realistas: eso sólo sucede en el cine romántico más clásico.

Al final, los requisitos de toda ficción se imponen a los deseos de realidad imperfecta que propone Pinillos, y no porque le haya salido el tiro por la culata, todo lo contrario. Quizá el deseo de distinguirla de la legión de filmes románticos que se estrenan cada mes le llevaran a desmentir su propio e impecable trabajo.

Creo que la mejor definición de la película es la de Irene Crespo en Cinemanía, quien señalaba que el imaginario laboral y sentimental (en una palabra, generacional) que refleja es el de los erasmus nostálgicos que tan bien mitificó para la ficción Cédric Klapisch. Jóvenes casi en la treintena que se lo pasaron de miedo durante seis meses en alguna universidad europea y que asocian un trabajo –creativo, por supuesto– en el extranjero al éxito personal. Una actividad que, de paso, les permite experimentar una especie de prolongación de su alocado pasado universitario: conocer gente nueva, sexo sin compromiso, fiestas, alcohol y debates hasta la madrugada… Una vida con billete de vuelta garantizado, porque siempre quedará la familia, los amigos y una ciudad natal adonde regresar con una chica encantadora y charlar de los recientes viejos tiempos. La generación erasmus comienza a tomar el relevo y eso tiene que notarse en su cine. De momento las primeras impresiones son favorables.

Bon appétit es una excelente muestra de ese cine español que apuesta por rodajes en inglés, con reparto y localizaciones internacionales. Otro buen debut en el largometraje a la altura de cualquier director occidental. Probablemente sea la mejor vacuna contra el costumbrismo casposo que ha atrofiado durante décadas la industria del cine autóctono.

NOTA: